jueves, 13 de diciembre de 2007

uno, cada ocho horas

Me acuerdo perfecto. El consultorio estaba intacto, como si hasta el día anterior hubieran atendido a algún paciente. Una camilla negra de cuero, un escritorio de esos que salen carísimos, una balanza, recetarios, recetarios, recetarios y en el cajón: el sello. Me cansé de recetarles aspirinas, inyecciones, Refrianex y un poco de Rinatanic. Ellas me contaban por qué me visitaban, yo no las escuchaba y ponía cualquier garabato en los papeles. Firmaba y (pum!) sello. A veces ponía más de dos sellos por receta. Corte. En algún momento llegó la Mecha y se armó. Debe haber sido muy fuerte la cagada porque no me acuerdo de nada. Lo bloqueé. Es como si la cinta se hubiera dañado y por corte directo pasamos a una toma en donde estoy encerrado en un living enorme, que no era para nada funcional, sino más bien para recibir visitas ocasionales y que te digan “ qué preciosa esa araña”. Ahí estaba yo. Solo, sentado en una alfombra generosa de color beige. Digo alfombra generosa porque era de esas que cuando pisás descalzo se te hunde el pié. Ahí estaba yo. Mirando a través de la puerta de vidrio a mis dos primas. Ellas sentadas de rodillas en una mesa redonda del comedor de diario, tomando chocolatada y comiendo galletitas. Atrás de todo, un loro.

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