domingo, 16 de marzo de 2008

Esa ventana, la de ahí.

De trece a catorce. Claro, no es obligatorio comer. Juan, Marcos y Lucía prefieren quedarse al sol, en alguna plaza. A veces con unas empanadas y otras con algo que trajeron en un tapper. Si paso por ahí, me hago el que no los vi. Prefiero estar solo. Una hora solo. Ver otras caras, imaginarme historias, caminar. Todos los jueves mi recorrido comienza en la peatonal. Atravesar una cuadra de esa masa de seres automáticos y con distintos olores y colores me hace entrar en un estado particular. Tiqui ti tic, tiqui ti tic. ¿Habrán bajado las ventas de despertadores? Hoy todos tienen celular y vienen con camarita de fotos, con alarma, con todo. Casi le pregunto al vendedor, que tiene un celular más avanzado que el mío, pero va a creer que le quiero a comprar un despertador de cuatro pesos y se va a entusiasmar en vano. Me quedo con la duda. Los jueves, no soy exigente, voy variando en lugares y a veces prefiero medio kilo de helado, mousse de limón y mousse de chocolate. Los viernes, en cambio, voy directo a un barcito, se llama Noviembre. Imagínense una esquina iluminada por el sol. No es gran cosa, pero siento que es un lugar que un poco me pertenece. Cada vez que llego miro a mi derecha. Ella siempre me gana de mano, llega antes. Almuerza en la mesita que está pegada a la ventana. Los colores de su ropa contrastan muy bien con la madera oscura que abunda en el bar. No me gusta como se viste, pero a ella le queda soñado. Es especial. Yo imagino que es periodista, pero no lo tengo claro. Sé que se llama Martina. Últimamente pide ensaladas y una gaseosa de pomelo a la que le saca el gas con el filo del cuchillo. Lleva el diario a su mesa y sólo lee los chistes de la última página y a veces el horóscopo le provoca alguna sonrisa. No le da vergüenza reírse sola, ya se los dije, es especial. El último viernes faltaban veinte minutos para las catorce cuando el mozo me acercó la cuenta. Menú del día, diecisiete pesos. Pensaba pagar con un billete de cien, para quedarme con cambio, pero en la mochila no estaba la billetera. Memoria, memoria, memoria. La última vez que la había visto, fue al lado de mi computadora, cuando saqué la tarjeta del odontólogo para cancelar un turno. Inoportuno momento.
Me levanté sin pensarlo y como si hubiera sido una estrategia totalmente diseñada me dirigí a su mesa.

- Disculpame.
-¿Si?
- Yo vengo siempre a este bar los viernes.
- …
- Y como te vi otros viernes, digo, sé que vos también venís, te quería pedir un favor…
- ¿A mi?
- Soy Ernesto, no me presenté.
Mi nombre también le provocó una sonrisa sincera, pero decidí no hacer comentarios.
- Martina.
- Mucho gusto. Mirá, va a sonar confuso lo que te voy a decir, pero lo largo igual. Me olvidé la billetera en la oficina y no tengo cómo pagar, podría ir corriendo a la oficina a buscarla, estoy casi seguro que está ahí. Podría dejar algo de valor a cambio de la espera, como el celular, pero me da un poco de vergüenza ese tipo de trámites.
- ¿Querés que te preste plata?
- Digamos que si.
- ¿Cuánto necesitás?
- Diecisiete.

Su respuesta fue rápida: “tomá veinte”. Y antes de que me siente a agradecerle y sacar un poco de conversación agregó “voy a extrañar Buenos Aires, estas cosas sólo pasan acá”. Martina me contó que le había salido un trabajo afuera, por un año. No pregunté de qué. Eran sus últimas horas en el país. No intercambiamos direcciones de correo electrónico ni tarjetas personales. Quedamos en vernos al año siguiente, un viernes, en Noviembre, en esa misma mesa. Para devolverle los veinte pesos y comer juntos. Desde ese viernes, decidí no ir más al bar. Por lo menos por un año.

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